Ayer llovía aunque brillara el sol. Sorprendía esa extraña sensación que me acompañó toda la tarde, desde el mismo momento en que aparcamos en la parte baja de la barriada donde nací. Había venido muchas veces antes y en ninguna se agolparon tantos recuerdos. Las trazas de la memoria se consolidaban y afloraban momentos vividos, personas conocidas, risas y llantos de juventud.
Cuando salimos de casa de mis padres, como cada día de navidad, con ellos en la memoria, pregunté a mi hermana por Rafaela. «Tiene principio de Alzheimer». Sentí una puñalada atravesándome el pecho. Mi querida vecina se iría apagando hasta no ser capaz de recordarnos, hasta no poder decir cuál fue el mejor día de su vida, si solo hubo uno especial, que lo dudo.
Entonces pensé que el día más feliz de mi vida es siempre hoy. Hoy tengo familia y seres queridos. Hoy tengo trabajo. Hoy tengo amor. Hoy reflexiono y escribo. Hoy late mi corazón. Hoy tengo la memoria intacta. Hoy soy, no solo estoy. Y claro que habrá días señalados en nuestro bagaje existencial, pero como están pueden desaparecer porque ya no son.
Paradojas vitales. Si vivimos alejados del pasado nos perdemos parte de nuestra riqueza existencial, pero si vivimos anclados en él no disfrutamos del fresco presente.